La chiva artesanal nació en Pitalito, Huila


La chiva, ese bus tradicional que se emplea como transporte en los pueblos en Colombia y que sirve para llevar personas, enseres, gallinas y otros animales, es un símbolo nacional tan arraigado como el sombrero ‘vueltiao’.

No es accidental que en los aeropuertos internacionales colombianos la chiva artesanal elaborada en cerámica esté disponible como compra de último minuto al lado de las infaltables libras de café para hacer parte del equipaje de mano de un pasajero que quiera llevarla de regalo al exterior.

Gracias a una invitación de Cotelco estoy en Pitalito (Huila), en el sur de Colombia, y tengo la oportunidad de conocer a la persona que creó la chiva artesanal, un ícono nacional que difícilmente no se encuentra en muchos hogares de mi país. Así que en pocos minutos estoy en la casa de Cecilia Vargas Muñoz, una mujer amable que no ahorra sonrisas ni hospitalidad. Me recibe junto con otros dos periodistas que no aguantamos la curiosidad de poder conversar un rato con una leyenda.

Nos cuenta que hace 40 años hizo su primera chiva, pero no se jacta de ello. Sólo asegura que a veces las cosas están tan cerca de nosotros que pasan inadvertidas.“Yo no me he inventado la chiva; lo que hice fue asumirla a mi manera con mi medio de expresión y ponerla en la escena nacional. Lo más maravilloso es que la gente la ha legitimado, la ha asumido como propia, la quiere”, explica.

Su amor por moldear el barro se lo atribuye a su mamá, Aura Muñoz, a quien Cecilia se refiere como una artista integral. “Mamá hacía teatro, escribía coplas, cocinaba, hacía cerámica, cogía una boina de fieltro y la convertía en un sombrero. Tenía una gran imaginación. En el colegio las monjas le contaban a la abuela que todas las niñas se ponían a bordar una mariposa, pero que la mariposa de Aurita volaba. La ponían a que bordara todo lo de la iglesia”, cuenta.

En la sala de la casa de Cecilia en Pitalito se exhiben algunas obras hechas por su mamá en las que se representan escenas sencillas de la vida campesina como la de la cocina de un rancho de bahareque donde se observan figuras diminutas: panes crudos, panes recién horneados, un molino de metal para triturar maíz… “Dicen que el gran ceramista es el que le enseña al barro a decir mentiras. Ella del barro hacía metal, llamas, cáscaras de huevos, lo que fuera. Se podía quedar toda una tarde haciendo una hojita de plátano”, recuerda Cecilia.

El método de trabajo de Cecilia no tiene nada que ver con lo que en una empresa moderna se le exige a un empleado en términos de “productividad” y “eficiencia”. En su taller ella no se obliga a fabricar un número determinado de chivas todos los días. Esto no es producción en masa. Para ella el objetivo no es la cantidad sino la calidad. Por eso asegura que en un año puede hacer cuatro chivas luego de haber leído sobre el tema que quiere desarrollar; de haber visitado mercados y de haber investigado al respecto en expresiones artísticas como las películas y la música.

“Yo me levanto muy temprano y me acuesto tarde. Yo estoy haciendo una cosa y me emociono y me dan las 12 de la noche. Mamá decía que lo más importante para hacer una cerámica bonita es el amor. Esto es un acto de amor, de libertad. Lo hago porque me gusta. Se siente uno como Dios creando el mundo. Es muy agradable concebir una forma de manera abstracta y darle vida con las manos”, relata.

Su afición por untarse las manos de arcilla creció al ver de niña a su mamá elaborando pesebres como el pesebre italiano que alguna vez vio en la catedral de Garzón y quiso replicar. El pasatiempo se convertiría en trabajo y le traería reconocimiento. “Con una muñeca que se llama La orquidera mamá ganó un premio nacional como símbolo de Colombia en el exterior hace casi 50 años”, afirma Cecilia sobre la señora Aura, fallecida en 1999 pero cuya mirada la acompaña desde una fotografía en su escritorio.

A Cecilia la cautivó la arcilla en su infancia. “Yo desde muy niña hacía pajaritos y les llevaba a las compañeras al colegio para el cumpleaños. Yo hacía mi propio pesebre y después a mis hijos les enseñé”, afirma. Su mamá estudió hasta cuarto de bachillerato y ella, hasta sexto.

“Yo me casé de 18 años y apenas terminé el bachillerato, pero después hice un trabajo de seis años con el Museo del Oro. Mi obra está en el Museo del Oro de Cartagena, con la cultura de los zenúes; en Cali, con las culturas ilama, yotoco y calima; y en el Museo del Oro de Bogotá, con los muiscas. Son recreaciones a escala de la vida cotidiana de los indígenas antes de la llegada de los españoles”, indica. El de la arcilla húmeda se convirtió en su mundo y no quiso abandonarlo.

Ahora quiere enseñar su arte a personas interesadas en continuar con esta tradición. En sus chivas se ven, por supuesto, marranos, gallinas y racimos de plátanos; y en sus pesebres se destacan elementos americanos: la virgen María tiene trenzas y un sombrero Suaza (típico del Huila), y al niño Dios lo cuidan una danta y una zarigüella.

Cecilia ha experimentado con colores naturales en figuras similares a las que se ven en el parque arqueológico de San Agustín – que para ella debería llamarse Uyumbe en homenaje a los pobladores indígenas de la zona – (aquí está mi post sobre este destino).

Su discurso sobre el orgullo que los colombianos debemos sentir por nuestras raíces es claro: “Esta es una propuesta plástica en torno a una técnica que la gente no asume como propia porque la historia nos ha enseñado a despreciarnos. La historia que nos enseñaron a mi abuela, a mi mamá, a mí y a mis hijos es una historia hegemónica escrita por el vencedor. Los vencidos no hemos escrito la historia. Estos son unos intentos míos de escribir mi verdadera historia”. Sus palabras son fuertes, pero Cecilia sigue sonriendo mientras posa junto a una de sus chivas artesanales. La leyenda continúa.


Tomado de http://juanuribeviajes.com/
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